lunes, 19 de junio de 2017

OFICIO DE LA MEMORIA

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OFICIO DE LA MEMORIA




Al otro lado de la pared, los jeroglíficos titubeantes de la deshora,
o esa artificialidad de envejecer en las pestañas, o esa persuasión en extremo
de ciertos maniquíes que rondan desmesuradamente alrededor de la mesa
y el aliento, o algún candil postizo humeando en el hollín acumulado
de la sonrisa más aviesa.

Todo es incesante como los huesos que se resbalan en la mano.

La barba en remojo de los que se hospedan en los huecos imaginarios
de las ojeras, en el repliegue de cansancio de los tantos y tantos desvalidos.

A ratos uno examina todas las rutas de la intermitencia, traduce y endereza
las palabras, recuerda los escalofríos,
las anécdotas un poco raras del país que amanece en la limosna y la congoja.
No son monedas esas sombras que arrebatan la luz y el delirio,
aunque a algunos les divierte la proximidad tóxica de las hipérboles,
el rebosante umbral de arrugas de los cementerios,
o la simple alegoría de cabalgar en el anonimato aun con tropezones.

(En cierto modo hay fantasmas en cada una de las evocaciones:
cada uno resume la tiranía de las fotografías,
el tiempo, tal vez, de aquella rama de luz que nos apremia, o arrebata.)

Siempre estamos a merced de la memoria y sus criaturas: sangran
entreverados los recuerdos testamentarios de la hoja caduca del camino;
anochece muchas veces en el momento menos oportuno,
cuando cambian de cobija los cuerpos que ceden a la intemperie y al deseo.

Todo ahora se descuelga de pechos babeados por soguillas de ojos invisibles.

En medio de la muchedumbre, el refajo extraño de dientes junto
con la vestidura del sofisma, hacen del tiempo oscuros lamparones,
o juego de grandes nebulosas.

Mientras las baldosas se roban las pupilas, no hay colirio para humedecer
lo insospechado, ni más argucias para levantar cortinas de humo.

En los días de audiencias y discursos cualquier imagen revela la gloria,
hasta el punto de sepultar los infortunios.

(Pero la levadura del corazón es otra cosa. Otra cosa las cucharaditas
de éxtasis, los desnudos marchitos de la lengua, la ponzoña en el paladar.)

Cada quien escruta la cobija de sus designios.

El sueño se prolonga en la gota de sudor que cuelga de los hombros.
La sed, en cierto modo, la desvanecen los espejos.

Caducan las palabras en el poniente de la ceniza, en los juegos vacíos
del tiempo,  allí la rotación de los dinteles y de la hecatombe.

Arde el mundo de la memoria con su parto de hipos y chasquidos,
Arde en cada una de las solapas mutiladas por el viento y lo pétreo de la noche.
A veces resulta insólita en la enajenación de lo inmundo.

Dentro de cada palabra, los oficios de la deshora y el puercoespín de sal
de las semanas fúnebres del rostro y sus ocultas erupciones.
En la calle aborrezco la confusión del tizne y las colillas y la forma maltrecha
de los párpados, el útero de culpas junto a mi almohada de sabor revuelto.
La puerta del tránsito adquiere cierta solemnidad.

A veces el frío suele ser júbilo.
A veces es solo amargura la ropa ajustada de los relojes.
A veces el universo es solo ese viejo beso atravesado en la garganta.
A veces es solo la rata aguzada que atraviesa los techos.

Sí, a veces nos toca morder las poluciones  con la certidumbre de destemplada
palabra. Procuramos entender de rodillas los eclipses.

De vez en cuando, también, queremos cambiarle el nombre al Paraíso.
Luego procedemos a la calma de la brasa.

Y absorbemos las humedades del tabaco y su horizonte huérfano.

Ante el arrebato, me echo a reír en el espejo torrencial de mis hundimientos.
Un bocado de huesos crepita en el gusano convulso del sinfín.
Barataria, 2017

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