domingo, 18 de junio de 2017

GRIETA DE EBRIEDAD

Imagen cogida de Pinterest






GRIETA DE EBRIEDAD




En el hangar donde comienza el pulso naciente, los líquidos ajados
del sueño y ese fruto colmado del crepúsculo y la cópula urdida en jardines
desvencijados, entre la resina y la niebla de los cuerpos que ascienden.

Cuando se abren las hojas del despojo enceguecen las carpinterías.

Un sinfín de piedras se clava en las esquinas del vértigo;
y sin embargo, no palidecen los objetos doctrinarios del vacío,
ni escasean las más lúgubres imágenes que auspician los maleficios.

Entre los matorrales que palpitan en el sollozo, está la tenacidad metálica
del sueño,  y el nombre absoluto de la sombra que desnace
alrededor de las líneas marchitas de la ceniza.

Nadie sabe, por cierto, de la sequedad infinita de las semanas,
de la melancolía que viven los párpados en lugares donde la nieve
es una lámina de feroz desnudez.

Yo lo sé porque he sostenido el frío en lo corpóreo, hinchado de gemidos,
carcomido por ese caballo de rituales mudos y desfallecidos.

En la boca comulgan diversos arquetipos.

Arde el largo cuchillo del frío y su tenacidad de estatua sombría.
Mi cuerpo se rebela frente a la memoria abierta del infinito: siempre hay
cierta demencia cuando se arremolinan todos los recuerdos.
Supongo que el ansia es una especie de fuego sonde oscilan huesos
y linternas hoscas de colillas.

(A menudo el vaivén de la hoja del viento no cabe en las pupilas de la linterna,
ni este costal de enfriados pálpitos, ni los ahoras encarnados e inevitables.)
En la noche vuela la ceniza como corazones desvencijados.

Cada quien está hecho de músicas agónicas y de evangelios apócrifos.

En algún lugar nos sorprenden los sueños de los muertos, siempre los sueños
totales, reunidos y al descubierto.
Todo nos pasa hablando como una lluvia de pañuelos.

Nada se extingue en cuerpo que desea, aunque esté moribundo.

Allí los peces y sus persistentes poluciones. Allí el alud de estribos
y acaso, también, la sed abatida del suicidio, la orfandad cegadora,
donde todo lo van modulando los pájaros insomnes de la piedra.

Tras el telón de las conjeturas, se incendia el paisaje y su Edén de palabra
incompleta, y su redondez de candelabro lascivo,
y su plegaria de pómulos impasibles,
y sus líquidos pasteurizados y sus yaguales de ardua escupidera.
Nuestro tiempo nos muerde hasta dejarnos amoratados.

Cada quien lo sabe cuando destruye la sed y los viejos inventarios de la luz.

Me resulta imposible este abismo podrido de infinitos, frente el mercado
de pulgas que comulga con mis ojos: la cobija es una fotografía sin ropa.

Lo es también cualquier artificio de la lengua, el territorio de las concavidades,
la manía de acercarme al barco de los ombligos sin pensar en la noche.
Uno cada día regresa a habitar un cuerpo y se ahoga en lo inefable.
En el aniquilamiento, el refugio son los cementerios, aun cuando el ímpetu
sea ya calle desierta, sitio  en blanco y negro de las degolladuras.

En el ojal del estertor se ven las agonías y los lugares de aquella desnudez
de la albahaca, las proximidades al confeti,
o las azoteas del escombro con todo y su absurda exterioridad.

Cierto es que tras bambalinas y sus alrededores se hospeda cierta sospecha,
algunas jugosas y admisibles desnudeces, algunos pedernales labrados
por los sueños más inexplicables.

A mitad de los predios baldíos, el estiércol y su súbito sonambulismo.

Así es como uno le toca el fondo al despojo y a los juegos del espejo
en la memoria y al colorido desfalleciente de la atmósfera.

Total, si algo recuerdo, es esta grieta de ebriedad perenne, indecible
como las telarañas, extraña como los bostezos adustos del mundo que vivimos.
Barataria, 2017

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