viernes, 20 de enero de 2017

TODAS LAS ASFIXIAS REPRIMIDAS

Imagen cogida de la red





TODAS LAS ASFIXIAS REPRIMIDAS




Sueño de la siesta: un lento éxodo de nubes bajo el tejado. Y el instinto
de conservación, mis dedos crispados en una cuerda.
Vacilante, descubierto… Como si ya no hubiera necesidad de un nombre
para estar perdido. Escucha la luz pacientemente reunírsele. La luz,
pacientemente, le absuelve.
Tú, inmóvil en el puente de hierro. Mirando otro relato. Mirando con
mis ojos. Inmóvil. Mirando el tiempo inmóvil.
Me crucé por la calle con la risa de un ciego. Las nubes, los acantilados,
el mar: apretados contra su pecho. La música comienza en las ventanas…
…Y retrocediendo sobre el tablero infantil. La ausencia de sujeto rasga
el sueño de todos. Perder terreno. Cazar un pájaro en vuelo.
Jacques Dupin




Hay dolores reverenciables y estremecedores de principio a fin. Dolores como las circunstancias históricas del tiempo en el ser humano. No siempre la palabra cubre la ignominia; no siempre la palabra es humanidad plena; no siempre uno alcanza a desmenuzar el aliento y enrollarlo después en las concavidades arrebatadoras del grito. Cada descenso constituye una hazaña, cada cueva es un sopor entre la vegetación de la piel. Sólo toca descreer y arrimar las sombras a los sombreros; solo queda apoyarse en las mochetas de las ventanas. Los ahogos vienen drenados por los espejismos y por esas realidades oscuras de los túneles, los aposentos, la ceniza sobrante de las colillas, los bolsillos ciegos de la miopía, los rostros amortajados de grises inclinaciones. Procuro recordar aquellas aceras cercanas a mis sienes, amarillos insectos mordiendo los calcañales, paraísos disecados o deshechos en el hocico de alguna alcantarilla. Quiero retornar a mi alma sin los golpes del gusano de la muerte, allí donde también Dios muere, descalzo y sin abrevaderos. Duele por lo demás toda la cabalgadura y la temeridad de sentir que Dios es profundo en mis costillas, que vos, (quien seás), recóndita trepás al árbol y luego bajás en la soledad petrificada del granito. Yo también desciendo al hirsuto corazón de la ficción, al bebedero del cuerpo, al lecho donde ahogo mis ojos. “Pasados los bostezos vienen los horrores irrestañables de la castración. / Llaman las culpas y los carros fúnebres: uno apoya el desánimo/ en los dedos de la saliva, en los codos del pulso, en el polvillo / de la temperatura: las alas o el reloj siempre están en mis desencuentros,/ desperezan los demonios mientras estiro mis canillas./ En el suburbio de mis calcetines, las roturas todas del aprendizaje./ Me harto como toda la gente de los ojos, me harto de las costumbres/ y sus paredes aledañas; el caos no es mi único recuerdo,/ sino el chillido de los acantilados, las fotografías de familia, el rostro/ que me roba los suspiros: yo, náufrago con mis juguetes.” Es cuestión de morirme en la lucidez de los espectros, supongo. Profanar tiene sentido cuando jugamos a los cementerios, cuando la parodia o la lujuria nos piden el falaz engrudo de la esperma, los posibles abandonos del poeta, esa jerga penosa de morder los pezones, bajar a ritmo del odio o de un violín, del bien decir sin fracasar. Escribo desde el moho de los naufragios: un poema es el arrebato de esas horas, constituye el paréntesis pornográfico de la memoria, todas las asfixias reprimidas, las indigestiones que provoca la tristeza. Quizá el poema sea la dignidad materializa, la máscara con la que se desvelan los amaestramientos, o todas las deudas que nos deja la orfandad, o toda la alegría suplicante. Frente al poema desciende el tiempo, es probable que sea la mesa ilusoria, o la radiografía que patalea en su vergüenza. También allí chamusco mis pálpitos, muero herido de Dios, muero de furia, muero de vagina y pesadillas, muero de aleteos, muero de caras, muero de despeinados orgasmos, muero de espinas y muertos, muero de anulaciones, muero de fuego y luz. El vacío es el último descenso de las hondonadas. Me seducen los matorrales de saliva y espuma, el cuchillo de los cuerpos contritos. Debo entender que en el camino fundo abandonos y oscuridades y rasguños. Nunca sé después qué pasará con el poema. Nunca sé qué utilidad tiene lo bestialmente amoroso, ni el fondo de mi garganta, ni los sostenes vinculados a mis obsesiones. Escribir implica alguna especie de corcoveo con los propios demonios. Ya me he acostumbrado a las huidas, pero también a las manotadas de ceniza que me deja el firmamento de las palabras. No sólo quemo aquí todas las sombras, sino también entiendo mis andanzas. Todo el idioma se convierte en tendedero de carcajadas y martirios. Hagámosle también, un monumento a la agonía. 

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