martes, 17 de enero de 2017

EXTREMIDADES DEL OLFATO (MONÓLOGO)

Imagen cogida de la red





EXTREMIDADES DEL OLFATO
(MONÓLOGO)



Es la palabra la que me sostiene
y golpea en mi caparazón de cobre amarillo
donde la luna devora en la sopanda de la herrumbre
los huesos bárbaros
de cobardes animales merodeadores de la mentira.
Bárbaro
del lenguaje sumario
y nuestros rostros bellos como el verdadero poder quirúrgico
de la negación
Aimé Césaire




Escribo desde las propias jerigonzas del tiempo histórico, sin esquematizaciones, salvo los olvidos que el propio inconsciente se encarga de derribar, o armar. En los calcañales insulares de la saliva, el refuego líquido del agua, o la tinta. Escribir siempre significa, demoler mis demonios y darle una sintaxis gramatical a los propios pálpitos. Algo queda incompleto, no sé, a causa de las elipsis. En medio de tanta fanfarria política y social, únicamente atina lo fétido. Sin duda en cada poema me metamorfoseo. Cuesta el equilibrio en las autocontenciones de la hostilidad. El fragor de las letras, o las palabras sólo es comparable con esa tempestad de los retretes, con esas elocuciones inevitables de la alegoría, con ese vivir frente al hormiguero. Carezco de una agenda pensada para el poema. Es el pájaro en la ventana el que justifica las evocaciones y suscita ese cúmulo de fieros equilibrios. Nada se reduce, entonces, en el cuerpo del poema: es la metáfora la que me ayuda a vestir las osamentas, a suavizar todas las mordazas que concurren como un bozal siniestro. Hay un sentimiento irrestricto de mi parte hacia el arrebato íntimo que por supuesto desborda en necesidad de libertad. Siempre el poema escrito constituye un espejo: no niego que de pronto los desconciertos demuelen, incluso, mis propias profanaciones. Soy el único responsable de mi caos. Evidentemente es el lenguaje quien me expresa, el que me recupera de los senderos inéditos del subconsciente. Otras veces, además de espejo, el poema es mi cárcel: me recluyo en él. Allí me enredo en el cordón umbilical de las palabras. Ignoro si avanzo con rapidez o lentitud, no sé si es humano este ápice de ínsula, los golpes y la tensión que nos provocan los barrotes.  “¿De qué relojes partimos hacia el frío?/ ¿De qué muertes se nutren cada día las puertas de los cementerios?/ ¿De qué lenguaje están hechas las degolladuras, la intimidad en su guacal/ de penumbra? Ahora se me ponen los pelos de punta./ No es raro sentirse aludido cuando otros empiezan a delirar y silabean/ su fiebre tal un fósforo roto en una calle terrible./ No entiendo el final al que aspiran los relámpagos ni los tantos estornudos / que acumula un pañuelo, ni a la fea actitud de ponerse sentimental./ ¿Sueña, —después de todo—, el pájaro en su agonía cotidiana?/ Para mí solo es comprensible el duro oficio de los candiles. Nada más, claro./ Llevo amaneceres aleteando de horror./ ¿Quién me explica la buena suerte sin que sea sólo metáfora la castración?” No niego lo miserable que resulta mi poética, sólo trato de ser fiel a eso que bien puede llamarse defecación sociopolítica: apesta la trasmutación de los discursos, apesta la bulla, apesta la oscuridad, apestan los golpes que nos dan las aceras, apesta la lectura de los absolutos y ese drama humano diario del hambre y la falta de cobija, mientras otros quieren exorcizar esta realidad desde el poder, quizá también desde los atrios. No se trata, a fin de cuentas de asir el cielo, sino de hacerlo cognoscible, sino de entender el caos. Siempre voy y regreso: la palabra es mi única epifanía, ante los tantos vacíos en los que debo bracear. Existe un tiempo de nacer y otro vivido. Así se construye la muerte en el poema. Es como la unidad de luz de la cópula, la puerta del umbral del no desuso. Es el poema, después de todo, el que me lleva a lo no conocido. A esa edad honda de distancias y de boca. Es lo que está conmigo y lo posible, la pupila confesionaria del sinfín, lo únicamente granito en la condición humana. Más allá de las palabras y el poema, soy sólo soledad; duermen las tumbas en mis poemas como un caballo muerto galopando sobre las sombras mutiladas del tiempo. A las extremidades del olfato, arrimo esta devoción por mis zapatos: el poema resulta inexorablemente mi cobija. Allí convergen todas mis amputaciones y décadas de enarbolar estatuas. Allí, siempre, la simultaneidad de todas mis infancias. 

No hay comentarios: