viernes, 12 de agosto de 2016

VIVIMOS Y MORIMOS EN EL POEMA

Imagen cogida de la red





VIVIMOS Y MORIMOS EN EL POEMA




A menudo el poeta (y lo hago desde mi experiencia), tararea ciertamente las monotonías del tiempo: pienso en una cabuya de esperanza para combatir lo adusto de las telarañas. Esa voz, desde abajo es la voz honda, abisal del aliento. No sé si alguien entiende los pataleos de los yaguales de la otra cara de la moneda: un día somos y no somos y picamos la sospecha con una lezna de suspicacia; hay escenas de la vida diaria que nos piden auxilio, nos damos golpecitos de pecho y con ello creemos que logramos una gota de eternidad, o quizá la salvación entera. Desde el fuego voraz de los enjambres, los tatuajes en los párpados, los deudos que se nos vienen de bruces hasta que eclipsan en el musgo. Siempre estoy, tal cual lo dice el poema, haciendo reminiscencias, bajando hasta las escamas del subsuelo, ardiendo en silencio junto a tantas avispas. Arde toda esa sal de las cucharas untadas de eternidad; vivimos sumergidos entre petates de miedo, entre sepultados candados e inocencias. En la cuenca de los ojos habita, por cierto, un sinfín de incendios y esas espuelas de frío que tallan los costados. Ignoro si existen límites para esta antigüedad del desvelo, si madura esta piedra de eternidad, o cae en la ficción de lo inenarrable. Siempre me limito a escribir desde mis circunstancias: entre vahos y horror, la efusión sin remedio de ser víctima. Uno lo es ante el poder omnímodo, uno lo es frente a las vitrinas de las relojerías, uno lo es mientras no hacen efecto los analgésicos: vivimos y morimos en el poema y no como una cuestión que tenga que verse necesariamente trágica; vivimos el aquí y el ahora del poema entre los escupitajos que  nos avienta la historia, entre un arcoíris con moscas, seguido de dientes y deletreo de insomnios. Siempre un regresa al armario de la memoria, y al sombrero de copa de la sombra, al matapalo, o al siete pellejos, a los golpes regados en tantas fotografías. En medio del alboroto del alfabeto, no sé decir mayores cosas, a las cosas que siempre digo: siempre despercudo el entrecejo de cada uno de mis poemas, siempre tiro una atarraya de miradas a las esquinas. En cada nudo de recuerdos, la camisa prestada del crepúsculo o del alba; el bastón hundido del tiempo en la penumbra. Conozco el filo cavernoso de muchos alientos, y los bisturís adheridos a las fotografías. De pronto me da por olfatear los platos servidos de la deshora: siempre huele mal la puerta abierta de los burdeles, los rezos alrededor del cerco de piedra. Un crucifijo no me sirve de corbata. Tampoco me sirven los mecates de espuma los litorales. Supongo que es tarde para mi voz, tarde para tanto tiempo de hojarasca, tarde para teñir el alma y darle nuevos bríos a los cabellos. Tarde para quitarle las ojeras a los ojos del poema y hacerlo breve. Aunque en la única brevedad que me reconozco es en la vida. No sé si pierdo o gano. Después de todo me queda el poema, no los tapices. Del vasallaje me desligué antes de entrar a mis primeros años de rebeldía. Entre un respiro y otro, mojé rotundamente, mis palabras y mi mundo. Los pañuelos entendieron de las turbulencias, pero también celebraron a la flor y al pájaro. Dormido, siempre estoy comenzando la batalla: ojalá retorne a las ventanas. Ojalá el poema no sea otro mundo olvidado donde solo prevalecen las tonterías. En la puerta del monasterio dejé amarrados todos mis prostíbulos…

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