martes, 10 de enero de 2012

INTIMIDAD TERRESTRE


En mi labor diaria, hago el necesario inventario de las alacenas,
escribo sobre el olvido, paso revisión al búho, bebo en el vaso
blanco de la ventana que me sirve de compañía cada mañana.
Imagen tomada de Miswallpapers.net





INTIMIDAD TERRESTRE




De noche en noche más alto parecía
en la memoria ardiente el árbol de los sueños,
ALFONSO COSTAFREDA




Adentro, en la sangre, las siete libélulas del aliento. El lecho,
de pronto, como un balcón de aguas claras.
Ebrio de harapos camino por calles insólitas, río de sueños
que baja al petate de los abanicos salados del sudor;
la piel dura del crepúsculo enajenó las cucharas del hambre,
el pecho, —el pecho hasta morder los dientes del agua.

Abierto a los pájaros rojos del sueño, me aferro como un vigía
al plato verde de tus genitales,
a los peces azules que visten las estanterías del aliento.
Cuando me salen al paso los pájaros de la nostalgia,
tiro al vacío mis trapos viejos, para alzarme al alimento del cielo;
he acumulado sobre la piedra infinita del día,
el murmullo del anhelo en la garganta, la dureza furtiva
de la incertidumbre, el cáliz que en las manos se ahonda.

Ante el grand tour del mundo, preservo la profundidad
de mi interior, procurando salvar alma y bienes: mis libros,
el trompo, la piscucha, el sombrero, el desván donde respiro palabras,
la sed que me das cuando suenan las trompetas del jadeo.

Ante el albedrío, mis ojos sobre el musgo,
la flecha vertical reptando en el silencio de bisagras;
desnudo la flor de oscuridad de este delirio que hace de los poros,
flechas de manteles nocturnos, cuando el rostro petrifica
los imposibles, y el espejo un laberinto de misterios.
Toda altura siempre provoca vértigos: desde el sueño la sombra
de las contradicciones, el fuego que transforma la palpitación
invisible, la sangre vertida en tantos nombres;
en la tormenta inefable de las luciérnagas, mojo los anillos
de mis deseos, la carne despiadada que se vuelve nostalgia,
la ventana hacia el fuego del relámpago.

En mi labor diaria, hago el necesario inventario de las alacenas,
escribo sobre el olvido, paso revisión al búho, bebo en el vaso
blanco de la ventana que me sirve de compañía cada mañana.
Después de expandir la respiración en cada mirada,
vuelvo a los temores diarios, a la escalera del reloj, donde el estío
abre sus senderos, convulso como un vendaval en el vaso de agua.

(—La luz abre las ramas del paisaje: el amor siempre es ciego
afán de lejanías, como esa claridad que atisba el vuelo, pero nunca
llega a converger plenamente en la mirada.
Nunca cultivó la vocación del reposo, mucho menos le da liquidez
a lo vivido: a mi lado, sólo es la maleta de viaje del trino,
gota de los sueños en el yagual del zodíaco,
acaso una isla donde no llegan las mensajerías del sosiego…)

Barataria, 03.I.2012

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