viernes, 23 de diciembre de 2011

NOS MORIMOS AQUĺ, EN ESTE FRĺO INTENSO DE BRAZOS


En un sólo instante de un día cualquiera, la respiración se volvió
irreparable, —como irreparable, también, el alfabeto del primer orgasmo,
el cuerpo húmedo de las letras en las manos;
ahora, nos inclinamos a la deriva de la noche: en algún lugar
desertaremos de la bruma, si por fin amanece en los espejos…
Fotografía de André Cruchaga





NOS MORIMOS AQUĺ, EN ESTE FRĺO INTENSO DE BRAZOS




Y, víctima extasiada de mi clarividencia,
Arrastro en pos serpientes que mis talones muerden.
CHARLES BAUDELAIRE




Nos morimos aquí en este frío intenso de brazos, en medio de calles
saturadas de soledad, con los ojos resbalando en lo incierto,
los cuerpos cada vez, hundidos en el despojo, sin siquiera pronunciar
nombres reales, como el espejo inclinado en el agua.
La orfandad se siente hasta en los huesos, por más que andemos
entre multitudes afables, presencias que mueren en los pies;
hay respiraciones imposibles y hojas que caducan en el pecho:
—nunca me hablaste del viento y el silencio, del césped donde se pierden
los dientes, de los hombros verticales donde se cuelga la salmuera
que preside al insomnio, a la honda oscuridad sobre las sienes.

Entretanto, la indiferencia y el desaliento se van tornando tareas
del desgano pero ciertas, olvido si se quiere jugando a la muerte;
hoy sé que nos moriremos sin siquiera trepar al pecho de los puentes,
sin quitar las cadenas de lo desandado, los brazos acostumbrados
a los naufragios: —Sé que nos morimos aquí, sin que logremos
despertar a tiempo la garganta de los pájaros, la leche diurna del palpito.
Igual que los ojos y la herrumbre en la intemperie,
nos pusimos a llover distintas aguas, aves migratorias acrecentadas
en la forma de la penumbra que sobre nosotros se cierne sin reparo.

Cada frio cuelga de la boca de las sombras, —nosotros, quedados,
silenciosos, como queda la memoria cuando pende del anhelo,
cuando sólo recordar es letal para el alma:
sin duda, no cupimos en el vaso del día, por eso se alargó la noche
a los pañuelos, se hizo evidente el cielo falso de los parpados,
la cercanía liquida de la brasa en el abismo, el cataclismo en pergaminos,
la respiración sobre manteles grises.

Cada cuerpo sabe cuándo no hay aldabas en los brazos, ni alfileres
despertando el tacto, el nosotros consumido de la risa en la mariposa
del vértigo, las renuncias prolongadas de dos labios, a punto
de convertirse en furia del abrojo, en noche donde se rompe el aliento
umbilical de los poros: —Al final, y dondequiera que estemos, llega
el vejamen con su furia y perfora ojos y asombro y alma.
¿Qué nos queda después de perder la esperanza, sino el viento del olvido
que se torna muerte, la cama como un calendario de fantasmas?
En mi frío y en mi muerte, la piedra de la memoria a la intemperie;
ya los brazos no alcanzan a cubrir el tamaño de las sombras,
ni es suficiente el calor para evitar el titubeo que produce el frio.

En un sólo instante de un día cualquiera, la respiración se volvió
irreparable, —como irreparable, también, el alfabeto del primer orgasmo,
el cuerpo húmedo de las letras en las manos;
ahora, nos inclinamos a la deriva de la noche: en algún lugar
desertaremos de la bruma, si por fin amanece en los espejos…

Salt Lake City, 23.XII.2011

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