domingo, 7 de agosto de 2011

ESPEJO REPARTIDO


Me pregunto si, en el espejo, también las bocas quedan
repartidas o es sólo la sensación de otra sombra en el camino;
crecen los recuerdos, palpita indulgente la memoria;
debo esconderme del viento para que no borre mi semblante,
ni malogre este entusiasmo mío de verme en el espejo.
Cobblestone Bridge Mount Desert Island, Maine
Imagen tomada de Miswallpapers.net





ESPEJO REPARTIDO




La muerte que me espanta
no es la que pudre el cuerpo,
es la que pudre el alma.
JOSÉ BERGAMÍN




Me pregunto si, en el espejo, también las bocas quedan
repartidas o es sólo la sensación de otra sombra en el camino;
crecen los recuerdos, palpita indulgente la memoria;
debo esconderme del viento para que no borre mi semblante,
ni malogre este entusiasmo mío de verme en el espejo.
Al otro lado, quizá haya muerte y dolor, días sembrados en el pánico,
palabras destruidas a quemarropa de la lengua,
sustancias que borran la tinta de los meses, eucaliptos con oscuro
vaivén, desordenada lluvia de armónicas.
Después de la tormenta, el fuego de las imágenes,
el nudo de las manos, yerto en las sienes.

(No sé si puedo vivir con este espejo divido en dos sombras:
el gusano de mi envoltura se aproxima a las andadas de la ceniza,
al horizonte que desde aquí parece espantapájros,
herida donde la ternura es una incertidumbre.
Después de todo, estoy sumergido en esta doble boca que sangra;
el extravío es cierto, no hay brújula, ni certeza en el pabilo
que arrecia su propio hollín,
el del frío y la orfandad, la ruda que contenga lo inefable.
Sin duda es honda la imagen que cava en la imagen: el ataúd
que sin duda, es otra forma de derramar aquellas aventuras
que ardieron en los poros, el estío ensimismado en el ceño.
Vivo, entonces, a medias, el duelo, el pecho y el fuego propagado.
Crece en mí la duda. No voy hacia ninguna parte. Estoy deshabitado,
amarrado a otras llaves, a otro tiempo, a otras cerraduras.)

Es seguro que en la oscuridad jamás encuentre respuestas.
Existen. Arden. El crepúsculo lame a la aurora,
con sus extrañas pupilas grises. Cada vez es brusca la otra
luz que se va haciendo en el entrecejo; cada vez hacia la noche
la figura, la distancia, leve, pequeña del juego.
Luego, no puedo ver los pormenores del umbral, los dedos,
la puerta de mi materia, la carcoma que va quedando en los relojes.

(Me he fiado de los ojos que engañan, del corazón que indaga
la tristeza, la reconstrucción vívida del suspiro:
me devano en toda esta realidad destruida; la luz que fue entonces
y me deja, la diminuta alegría de los colores en el rocío,
las aguas que han corrido, anchas, sobre la ropa de mis poros.
He llegado a esta imagen sorda de mi sangre.
Toco mis hombros impalpables, el cielo de un firmamento
que me bebe, levantando los párpados. Desde este dolor envejecido,
quiero rehacer la fragancia del aire antes que anochezca
por completo; quiero apresar el último nombre, antes de que
la garganta quede destrozada: en el espejo, las dos sombras,
el enigma como un jarro de profunda meditación.)

Barataria, agosto de 2011

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